Durante los siglos 1 a 3 d.C. los romanos extendieron el cultivo del olivo a las zonas más marginales en cuanto a agricultura, como el centro de Túnez y el oeste de Libia. En estos territorios, a pesar de la dureza del olivo, era necesario utilizar sistemas extensos de riego, para hacer el cultivo viable.
La dependencia de los romanos al Aceite de Oliva, quedó patente en los tiempos del emperador Lucius Septimius Severus, que acordó “recoger aceite de oliva, como parte de los impuestos sobre las provincias”, y luego redistribuirlo a la población de Roma.
A medida que el Impero Romano se expandió, también lo hizo la demanda de aceite de oliva, convirtiéndose Constantinopla en uno de los mayores importadores. Para satisfacer la demanda, se expandió el cultivo del olivo por la cuenca mediterránea.